Por José Ortega y Gasset
Mediante reacciones sentimentales, podemos
favorecer o corregir el pulso radical de la vida psíquica. La técnica de estos
influjos, la proporción o comparación, por ejemplo, es sin duda bastante
complicada. Sin embargo, la importancia pedagógica de ciertas emociones
corroborantes no ofrece lugar a duda. El niño debe ser envuelto en una
atmósfera de sentimientos audaces y magnánimos, ambiciosos y entusiastas. Un
poco de violencia y un poco de dureza convendría también fomentar en él. Por el
contrario, deberá apartarse de su derredor cuanto pueda deprimir su confianza
en sí mismo y en la vida cósmica, cuanto siembre en su interior suspicacia y le
haga presentir lo equívoco de la existencia.
Por esto yo creo que imágenes como las de Hércules
y Ulises serán eternamente escolares. Gozan de una irradiación inmarcesible,
generatriz de inagotables entusiasmos. Un pedagogo practicista despreciará
estos mitos, y en lugar de tales imágenes fantásticas procurará desde el primer
día implantar en el alma del niño ideas exactas de las cosas. "¡Hechos,
nada más que hechos!", grita el personaje de los Tiempos difíciles, a
quien luego hace coro monsieur Homais. Para mí, los hechos deben ser el final
de la educación: primero, mitos; sobre todo, mitos. Los hechos no provocan
sentimientos. ¿Qué sería, no ya de un niño, sino del hombre más sabio de la
tierra, si súbitamente fueran aventados de su alma todos los mitos eficaces? El
mito, la noble imagen fantástica, es una función interna sin la cual la vida
psíquica se detendría paralítica. Ciertamente que no nos proporciona una
adaptación intelectual a la realidad. El mito no encuentra en el mundo externo
su objeto adecuado. Pero, en cambio, suscita en nosotros las corrientes inducidas
de los sentimientos que nutren el pulso vital, mantienen a flote nuestro afán
de vivir y aumentan la tensión de los más profundos resortes biológicos. El
mito es la hormona psíquica.
El arte en general tiene, comparado con la ciencia,
un carácter de función interna. Es él una fabulosa inadaptación al medio y vive
entero de irrealizar, de trastocar, de fantasmagorizar el mundo exterior. Por
lo mismo, suele haber más vitalidad en el artista que en el científico, en el
empleado o en el comerciante. Las personas exentas de sensibilidad y atención
para el arte, esto es, los filisteos, son recognoscibles por un peculiar
anquilosamiento de todas aquellas funciones que no son su estrecho oficio.
Hasta sus movimientos físicos suelen ser torpes, sin gracia ni soltura. Lo
propio advertimos en el sesgo de su alma. Juzgado desde un punto de vista
ampliamente vital, el "especialista" suele producir la impresión de
un idiota. Y es que falta en él la potencia fundente y efusiva del arte que
mantiene siempre despierta la fluidez psíquica, azuzándola en todos sentidos,
alerta y vivaz.
Fragmento de "El
Quijote en la escuela"
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