5 jun 2013

Las intenciones de Dios

por Virgil Gheorghiu




La promesa de Muttalib

Abd-al-Muttalib, que será el abuelo de Mahoma, es uno de los seis oligarcas de La Meca. Hombre rico y elegante, Abd-al-Muttalib ha pasado ya de los cincuenta años. La suerte le ha proporcionado cuanto podría hacer de él un hombre feliz. A pesar de todo, su vida es un drama. Cuando conversa con sus amigos o con otros mercaderes, le es imposible alejar por un instante la preocupación que le tortura...

Abd-al-Muttalib, aunque hombre rico, apuesto y respetado, es más desdichado que el último de sus esclavos. Es abtar. No tiene hijos. Y, sin embargo, lo ha intentado por todos los medios.

Ahora cuando oye hablar de la existencia de un Dios por el que se han dejado quemar vivos, como antorchas, veinte mil hombres, Muttalib se siente dominado por el respeto, por una admiración infinita hacia ese Dios. Es un Dios fuerte, poderoso e invencible. Abd-al-Muttalib se dirige entonces a la Kaaba.

Esta vez, Abd-al-Muttalib ora con fervor al Dios Omnipotente por el que veinte mil hombres se han dejado quemar vivos. A ese Dios poderoso y amado, aunque no lo conoce, Abd-al-Muttalib se dirige en demanda de hijos. Y promete, en señal de reconocimiento, sacrificar uno -el último- como un cordero, si Dios le da diez hijos varones.

Hecha esa promesa, Abd-al-Muttalib sale del santuario de la Kaaba y espera. Sin demasiada esperanza. Dios es demasiado grande y el hombre demasiado pequeño. Apenas puede haber relación entre ellos. Los separa una desproporción.

Lo imposible se ha realizado, precisamente cuando se había perdido toda esperanza. Poco después de la transacción con el Señor, le llega un hijo. Después, el segundo. Y el tercero. He aquí a Abd-al-Muttalib en el colmo de la dicha. Todo prospera en su casa con el nacimiento de sus hijos.

El día que nace Abdallah -el décimo hijo-, Abd-al-Muttalib pierde su tranquilidad. Con el décimo de sus hijos llega el término del plazo. El rico árabe debe cumplir con su palabra. Exactamente igual que ha cumplido la suya ese Dios desconocido que ha dado a Muttalib los diez hijos. Muttalib tiene que degollar al décimo, Abdallah, de acuerdo con lo prometido.

Abd-al-Muttalib se encuentra ante una alternativa. A veces, desde el nacimiento de Abdallah, se pregunta si no es más fácil a un hombre no tener hijo alguno que tener diez y verse obligado a apuñalar a uno de ellos con su propia mano.

Abd-al-Muttalib cumplirá el sacrificio. Pertenece a una sociedad cuyos ideales morales son: paciencia en la adversidad, tenacidad en la venganza, desconfianza para con los fuertes y protección para quienes se hallan atribulados. Tal es el credo del beduino nómada en el desierto. Ese credo se llama muruwah, que es sinónimo de la palabra virilidad.

Muttalib quiere saber si Dios se indignará y tomará medidas contra él si se negara a degollar a su hijo Abdallah o si tardara en hacerlo.

Abd-al-Muttalib es hombre de palabra. Paga siempre sus deudas. Pero podría ser que Dios, tan poderoso y tan rico, no exigiera que se le pagara el precio prometido en el momento de la transacción. Hay acreedores que perdonan las deudas si les parecen demasiado insignificantes. Tal vez Dios esté dispuesto a borrar de su registro la deuda de Abd-al-Muttalib. Pero Muttalib no quiere provocar la cólera divina. Ante todo debe informarse.


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 Para conocer las intenciones de Dios, hay una categoría de adivinos especialistas, llamados arraf, que quiere decir "el que sabe". Se ocupan exclusivamente de problemas referentes al cielo, a los ángeles y a las divinidades.

Los árabes saben que todos los hombres, durante su vida, van acompañados por un espíritu, un djinn, que pertenece exclusivamente a cada uno y al que llaman karin. Algunos karin poseen el don de la poesía. Y el hombre cuyo karin es poeta, lo es también él. Sus poemas le son dictados por su djinn personal. Otros djinn están especializados en observar la bóveda celeste. Los hombres que poseen un djinn así, saben lo que ocurre en el cielo; tales son los arraf.

En el universo árabe como en el de Dante, hay siete cielos. En el cielo más alto, el séptimo, habita Dios. En el más bajo, el cielo de la luna y las estrellas, habitan los ángeles. A éstos los llama el Señor para darles órdenes. Antes de ejecutar esas órdenes, o después, los ángeles las discuten entre sí. Como suele ocurrir en todos los cuerpos de guardia. Se comenta el "servicio".

En el exterior, los djinn que espían y observan, con el oído bien pegado a la cúpula azul del cielo, logran enterarse por palabras sueltas, o por frases pronunciadas en el interior por los ángeles, de los planes de Dios.

Hay djinn que pasan días y noches con la oreja arrimada a la ventana del cielo. A veces, su paciencia se ve recompensada. Y sorprenden algún importante designio que interesa a todo el universo.

Entonces, corren presurosos y comunican el secreto a sus arraf.

Los ángeles saben que se les espía. Y de vez en cuando salen del cielo y arrojan piedras a los djinn, para echarles de los alrededores de la cúpula. Las piedras que los ángeles tiran a los djinn caen en tierra en forma de estrellas fugaces.

Aunque expulsados a pedradas, los djinn vuelven constantemente a su puesto de escucha y pegan la oreja en el cielo. El espionaje es un ejercicio apasionante, un vicio.

El sacerdote adivino de la Kaaba, tras haber indicado a Abd-al-Muttalib el lugar más conveniente para sacrificar a su hijo, le aconseja que acuda a Yatrib, para consultar a un arraf. Este enviará a sus djinn a espiar la bóveda celeste y le harán conocer si Dios se indignará o no, en el caso de que Muttalib omita el inmolar a su hijo.

Muttalib se dirige a Yatrib con el corazón lleno de esperanzas. Un padre hace cualquier cosa por salvar la vida de sus hijos. En el desierto, los hijos garantizan la existencia terrena del individuo y del clan.

Abd-al-Muttalib consulta al arraf. Este envía a los djinn a espiar la cúpula celeste y enterarse así de las intenciones de Dios en el asunto de Abd-al-Muttalib. Aquella noche son muchas las estrellas fugaces en el cielo de Medina. Son, sin duda, las piedras que los ángeles tiran a los djinn que espían el cielo por cuenta de Muttalib.

Los djinn vuelven del cielo con informaciones precisas. El Señor acepta que Abd-al-Muttalib no degüelle a su hijo, pero debe pagar la diya, el precio de la sangre.

Una vez más, Dios se muestra generoso con Abd-al-Muttalib. En vez de una vida humana, Dios acepta unos camellos. Porque en Arabia, el precio de la sangre se paga en camellos.

El arraf ignora cuántos camellos pedirá Dios a cambio de la vida de Abdallah, hijo de Abd-al-Muttalib. Puesto que se trata de una transacción, se comienza por ofrecer al Señor el menor número posible de camellos. Al principio, el arraf dice al Señor que le ofrece diez camellos por la vida de Abdallah. Diez camellos es el precio de dos dientes. El arraf o adivino echa los dados, para ver si Dios acepta el precio. Respuesta negativa. Dios quiere más. Le ofrece veinte camellos. Echa los dados. Dios quiere más aún. Van aumentando de diez en diez y la respuesta de Dios sigue siendo negativa. Cuando llegan a cien camellos, los dados dan la respuesta afirmativa. La transacción está hecha.

Abd-al-Muttalib sale de Yatrib, dichoso. De regreso en La Meca, sacrifica camellos. Y en su lugar, obtiene la vida de su décimos hijo, Abdallah, cuyo nombre, en árabe, significa "esclavo del Señor".

Este Abdallah, por quien se ha pagado a Dios un diya o rescate de cien camellos, en el año 544, es el padre de Mahoma, profeta del Islam.





Párrafo del libro "La vida de Mahoma"

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